lunes, 17 de marzo de 2008

FELIZ NAVIDAD

FELIZ NAVIDAD

Arturo iba como siempre, con su abrigo viejo y mil veces remendado, sus gastadas y roídas alpargatas, su descuidada y recia barba salpicada de miles de ribetes plateados, su gorra de pana medio agujereada y sus pantalones recosidos.
Las calles estaban iluminadas por mil y una bombillas de múltiples colores, mientras los villancicos sonaban por los altavoces instalados en las calles. Los árboles, adornados con ciento y una guirnaldas y los copos de nieve que caían copiosamente sobre las calles atestadas de transeúntes y tráfico rodado. Pese al bullicio, el frío era intenso. Arturo se había olvidado su bufanda y se abofeteaba la cara para entrar en calor. Lo cierto era que el frío le había calado hasta los huesos sus dientes empezaban a castañetear.
Llevaba entre sus manos una pequeña bolsa de plástico, acaba de salir del supermercado, era noche buena, y su mujer le había pedido que comprara algunas cosas. Arturo estaba jubilado, y su pequeña paga era escasa, apenas le daba para vivir él y su mujer, pero esa noche era especial, esa noche era la víspera de navidad, y su mujer, su buena mujer, le había preparado una opípara cena a él y a los suyos.
Caminaba encorvado hasta el cruce de su casa, con sus pasos lentos y nerviosos fruto del parkinson. Se detuvo frente al semáforo para cruzar la calle, el disco se encontraba en rojo, cuando una mano se posó en su hombro. Arturo se giró y sonrió a su amigo. Se trataba de Lucas, el portero de su casa. Lucas también estaba jubilado, y vivía modestamente con su mujer, en el portal del edificio donde residía Arturo.
—¡Hombre Arturo!, todavía haciendo recados con este frio —saludaba sonriente.
—Mi mujer…, que se ha empeñado en tirar la casa por la ventana —decía mostrando la pequeña bolsa de víveres. Lucas arqueó las cejas, pero rápidamente disimuló.
—¿Y eso? —interpeló Lucas con restos de sorpresa en su rostro.
—Nada hombre —restaba importancia mientras se encogía de hombros—. Que esta noche, nos reunimos toda la familia.
—¿Toda? —Lucas volvió a mostrarse sorprendido mientras Arturo afirmaba con movimientos de su cabeza.
—Hasta el último. Mi hijo, Juan… ¿te acuerdas de Juan? —inquirió el jubilado.
—¡Pero hombre, Arturo!, ¿Cómo no me voy a acordar de tu hijo, Juan. Todos en el barrio nos acordamos de él —respondía con un amago de tristeza en su mirada. Sacudió la cabeza y tragó saliva mientras recordaba al joven—. ¡Qué chico el tuyo! —Decía con la voz quebrada por la nostalgia—. Siempre tan bueno, tan atento con todo y con todos. Dispuesto a echar una mano a quien lo necesitara…, si me acuerdo, me acuerdo mucho todos los días de él.
—Pues ya es un hombre —respondió Arturo con orgullo—. Se caso hace dos años y viene a que conozca a mi nieto —Lucas miró de hito en hito a su amigo, asombrado por las palabras de Arturo. Le tomó nuevamente por el hombro y lo estrujó contra él con enorme cariño.
—Eso…, eso sí que es estar de enhorabuena —balbuceaba acongojado, pero intentando disimular su aflicción.
—Y que lo digas. Antonia, lleva todo el día en la cocina preparando la cena.
—¿Antonia?
—Antonia, mi mujer. Lucas, te haces viejo —recriminó con una sonrisa a su amigo por no acordarse de su mujer.
—No, no, si se quien es Antonia. Pero… ¿Cómo has podido pensar que no sé quien es tu mujer.
—Me lo ha parecido.
—Vamos, hombre, no estoy tan viejo… ¿Y qué tenéis para cenar?
—¡Ah!..., eso es una sorpresa. Como viene mi hija con su marido. Ya sabes que su marido es cocinero —dijo bajando el tono de voz y susurrándole en el oído— Pues creo que la pobre se esta esmerando demasiado. Y luego… —dejó la frase inconclusa mientras se apresuraba a cruzar la calle. El semáforo había cambiado a verde.
—¿Si?
—Decía…, que luego a las doce, iremos todos a la misa del gallo.
—Si claro, como antes, eso es bueno. —Lucas estaba nervioso, hacía verdaderos malabarismos para no mostrar su creciente nerviosismo y congoja a su amigo—. La navidad, digo que la navidad, lo que tiene es que…
—¿Si? Creo que el frío te está haciendo llorar, no coordinas Lucas —recriminaba Arturo a su amigo.
—Que va, que va. Estoy, estoy perfecto. —Restó importancia mientras se limpiaba las débiles lágrimas con el reverso de su manga— Digo…, decía que la navidad tiene eso, que logra que las familias se reúnan. Los que viven lejos hacen largos viajes para reunirse con los suyos. Te, te envidio Arturo.
—Gracias Lucas, eres un amigo, sé que lo dices de corazón. Si lo hubiera pensado antes os hubiéramos invitado a ti y a tu mujer a cenar con nosotros. No creas que no se que estáis los dos solos.
—¡Que va!, quita, quita. Por nosotros no debes, no debéis preocuparos —rectificó rápidamente—, es más, soy yo quien debía haberte invitado a ti pero…
—Anda, anda, no digas tonterías. Con todos los que vamos a ser, no cabríamos, pero gracias —agradecía Arturo.
—Por cierto, si vas para casa —le indicaba Lucas—, pásate por la portería. Mi mujer te tiene preparado un regalo para esta noche. ¡Maldita cabeza la mía! —Se quejaba Lucas de su mala memoria—, menos mal que te he visto, si no, ni me hubiera acordado.
—Ves como te haces viejo —sonrió Arturo nuevamente.
—Si Arturo, viejo. Un pobre viejo, como tu, y con suerte por tener esta noche a mi mujer.
—Ya claro. Pues para allá voy.
—Entonces, te acompaño un trecho —decía tomándolo por el codo—. Yo continuare hasta la farmacia, ya sabes, medicinas y más medicinas.
—Qué me vas a contar a mí —respondió con autosuficiencia.
—Pues te veo, te veo muy bien —mintió Lo cierto era, que Arturo presentaba un aspecto más que lamentable.
—Naturalmente —Sonreía orgulloso, sacando pecho—es que no te lo he dicho todo.
—¿Ah no? Anda escupe viejo —dijo con cariño Lucas—, dime qué me escondes.
—Mi hermano —decía envuelto en un misterioso secretismo.
—¿Pedro…, tú hermano? —Casi se le escapó un gritito por la sorpresa.
—Je, sabía que te ibas a sorprender, nada, que nos ha llamado, y también viene a cenar —respondió con una mirada pícara—. El pobre como está solo.
—Pues esa, esa sí que es buena noticia —balbuceaba Lucas mientras notaba un enorme peso en el pecho y un nudo en su garganta que crecía y crecía por momentos.
—Lo que ignoro, es si querrá venir a la misa del gallo. Ya lo conoces, él con los curas no se lleva nada bien.
—Lo sé. Todavía me acuerdo cuando cogió el garrote de tu padre y lo rompió en los riñones de sacristán… —decía con la mirada perdida, recordando la escena— Qué tiempos aquellos —Exclamó. Lucas resopló y sacudió la cabeza. La presión en el pecho era mayor, y la congoja crecía con los recuerdos.
—No sabes la ilusión que tengo. ¡Mira!. Ahí tienes la farmacia. Yo voy a saludar a tu mujer.
—Si claro, luego, luego nos vemos, en la misa del gallo —aclaraba Lucas.
—Claro, por supuesto —se despedía Arturo de su amigo, mientras entraba en el portal de su casa.
Se dirigió hacia la puerta donde vivía Lucas con su mujer, y golpeó con la aldaba. La puerta se abrió al momento. Una anciana le espera sonriendo con un recipiente en las manos.
—Toma —dijo la mujer—. Sabía que eras tú. Lucas no está pero si quieres pasar un momento.
—No, no es necesario —Negaba—. Acabo de dejarlo camino de la farmacia. Ya te contará él —decía a la mujer envuelto en un halo de misterio— Tengo que subir a mi casa, porque hay mucho que hacer todavía.
—Claro Arturo. Ponlo en el microondas cinco minutos, no más.
—Descuida, descuida mujer, que ya sé cómo funciona.
—Entonces hasta mañana —se despedía
—Me ha dicho Lucas que nos veremos en la misa del gallo.
—Pues hasta la misa, Arturo —La mujer cerró la pesada puerta y Arturo quedó solo en el rellano.
El hombre subió jadeante por las empinadas escaleras. El edificio era muy antiguo y carecía de ascensor, menos mal que vivía en la primera planta. Llegó ante su puerta y extrajo la llave de uno de los bolsillos de su abrigo y abrió la puerta de su casa. La luz estaba apagada, pero Arturo no se sorprendió, al igual que del enorme frío que habitaba en su vivienda, un frío más helado que el de la calle. Su pensión no daba para tener la estufa de leña encendida todo el día. Accionó el interruptor de la luz. Una bombilla situada en el centro del pequeño salón se encendió y su débil luz taladró la oscuridad de la estancia. Sin quitarse el abrigo, se dirigió hacia la estufa de leña. Tomó un trozo de carbón y hábilmente encendió la estufilla. Se extrajo el abrigo y abrió la portezuela del brasero para echar otro trocito de carbón, mientras se frotaba las manos adheridas del frío, y las acercaba a la lumbre para calentarse. Cuando los trozos tomaron brío y las llamas sobresalían por la pequeña trampilla, tomó un gancho de hierro y la cerró.
Tomó el recipiente que le había regalado la mujer de Lucas y se dirigió con él al cuarto contiguo, era su pequeña cocina. Lo dejó encima de la mesa y volvió al comedor.
Empezó a abrir estanterías y a poner la mesa, contó mentalmente, mi hijo, mi hija, sus maridos, mi nieto, mi hermano, yo, mi mujer ocho, si en total serian ocho.
Tomó de los estantes la mejor cristalería de su mujer, pero desgraciadamente estaba corto de vasos y copas. Le sucedió lo mismo con la cubertería y la vajilla. Improvisó sobre la marcha hasta que con mucho trabajo logró que la mesa estuviera a punto. Luego acercó todas las sillas posibles de la casa. Iban a estar algo apretados, pero no importaba. El comedor todavía estaba frío, miró la espuerta donde guardaba el carbón, quedaban dos trozos, tomo uno y lo echó en la estufa, pronto el ambiente empezaría a caldearse.
Miró el reloj que descansaba en el mueble del comedor, eran las nueve, pronto empezaría a llegar su familia.
Con pasos indecisos revisó los estantes. Tomó la foto de su hijo, de su querido hijo, la contempló mudo, un largo instante con increíble dulzura. La acarició con sus temblorosas manos y después de darle un entrañable beso, la colocó encima de la mesa, junto a uno de los platos que acaba de colocar. Luego tomó la foto de su esposa, e hizo lo propio. Respiró hondo mientras sonreía sin dejar de acariciar la fotografía de su esposa. Luego, tras una breve pausa, alcanzó la de su hija, su preciosa y hermosa hija, siempre colgada de su cuello. Se giró, la foto de su hermano estaba en la estantería de al lado. Igualmente la tomó con dulzura, se recreó un largo instante, contemplándola en silencio, le dio un beso y al igual que el resto de las fotos, la dejo junto a otro de los platos.
Volvió a la cocina, puso el recipiente en el microondas y esperó cinco minutos. Salió con él al comedor y empezó a servir los platos, un cacito para cada uno, para el suyo no llegaba, pero no importaba, no tenía mucha hambre, con estar rodeado de su familia era suficiente.
Ya habían tocado las doce, y la iglesia se encontraba a rebosar. Lucas y su mujer aguardaban a Arturo en la puerta, pero Arturo no venía. Las doce y diez, la misa había empezado, pero Arturo continuaba sin aparecer. Las manecillas del reloj, avanzaban inexorables, las doce y veinte y de Arturo ni rastro.
Lucas miró nerviosamente a su mujer, ésta cerró los ojos y asintió, mientras una rebelde lágrima resbalaba por sus mejillas. Arturo levantó la cabeza y miró al cielo, ahogó un sollozo de impotencia, apretó con fuerza los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos y las uñas se le clavaron en la carne. Con los puños cerrados, golpeó colérico una y otra vez sobre la puerta de la iglesia, una y otra vez, como un autómata, hasta que su mujer hizo que parara. Lucas se dio la vuelta, hacia su esposa, apoyo su cabeza en el hombro de su compañera, y lloró, lloró en silencio…, Arturo, su amigo Arturo, estaba nuevamente con su familia, ya no vendría.

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